«Al alborear el primer día de la semana fueron María y la otra María a ver el sepulcro…» (Mt 28, 1)
Cada vez que leo este pasaje pienso por qué no iría María de Nazaret al sepulcro con las otras mujeres la mañana del domingo…
Quizás, medito, porque necesitaba de un espacio de soledad para asimilar lo acaecido; tal vez porque su esperanza dio paso a la certeza de que El ya no estaba allí; posiblemente porque ya ambos se habían encontrado y abrazado…
‘Creo, María, que tu fe te hizo sentir presente la ausencia, susurrado el silencio, iluminada la oscuridad…
Siento que Tu, María, Mujer…, fuiste la única que le esperaba llegar de un momento a otro, como en Nazaret, allí donde vuestra vida se hizo vecindad, proximidad, cercanía…
Pienso que sólo Tu, María, la Madre…, permaneciste alerta, oteando el horizonte, avistando la brisa suave, aspirando el revoloteo del Espíritu…
En tu alcoba, una toalla y un lebrillo, una hogaza de pan y una copa de vino, una túnica blanca y un manto iridiscente… Todo preparado para lavar sus heridas, rememorar la Alianza, abrazar los abandonos.
Sí. No podía ser de otra manera… ¿dónde iba a acudir El sino donde la esperanza aleteaba, la fe perduraba y el amor todo lo inundaba?
Su primera visita tenía que ser para abrazarte, mitigar tu dolor y arrancar la espada que atravesaba tu alma… La primera aparición para Ti, que esperabas anhelante su llegada, para Tí que en Belén le envolviste en pañales y, en Jerusalén, con lienzos cubriste su cuerpo malherido, para Ti que pronunciaste un Hágase incondicional… El primer encuentro fue para serenar tu corazón, iluminar tu mirada, despertar tu sonrisa…
Sí, Tu fuiste la primera en abrazar al Resucitado…’
Ahora comprendo porqué María de Nazaret no fue al sepulcro… Allí tan sólo quedaban una piedra fría, unos lienzos tendidos y un sudario enrollado. Allí únicamente cabían la certeza de la fe, el ardor de la esperanza y la profundidad del amor. Desde Jerusalén había que volver a Galilea, a Nazaret, a la cotidianedidad de una vida impregnada del aroma de la Resurrección… Y allí permanecía María, anhelante, orante, con la lámpara siempre encendida…
¡Feliz Pascua!