Al llegar a este tiempo de Pascua siempre me quedo pensando en una aparición que no aparece en los relatos evangélicos que han llegado hasta nosotros, y de la que tengo la certeza que existió. Certeza que no se basa en hechos ni en palabras sino en una intuición del corazón: ¿cómo no iba a hacer partícipe Jesús a su propia Madre del gozo, de la alegría, de la paz de la Resurrección?
Muchos dicen que María no necesitaba comprobar con hechos lo que su corazón vivía y sentía; que ella experimentó la resurrección del Hijo desde la certeza de la fe… Tal vez sea cierto, ¿quien soy yo para discutir con los teólogos y exegetas esas afirmaciones fruto del estudio y la reflexión?
Pero… desde mi ser de mujer, desde mi profundo amor a María, estos días me quedó siempre pensando en esta aparición. Jesús, el Hijo, el fruto de las entrañas de María, del que nos dicen los evangelios que vivió y sintió como hombre, debió sentir la necesidad de hacer partícipe a María del gozo y la alegría, de que todo el dolor había sido vencido y El había culminado su misión.
San Mateo nos habla en uno de los relatos de las apariciones de la ‘otra María’; ¿es una manera indirecta de referirse a la Madre? ¿cómo no iba a ser Ella una de las que fueran al sepulcro la mañana del sábado para embalsamar el cuerpo que tantas veces habían estrechado sus brazos? ¿cómo iba a dejar esta última tarea incompleta?
‘Gracias, María, por tu ser de mujer,
por tu fe inquebrantable,
por tu amor entrañable.
Gracias por esperar y creer,
por confiar en El,
por lanzarme a sus brazos.
Gracias.’