A veces pensamos que la cotidianeidad no tiene nada que decir y sólo esperamos que lleguen acontecimientos relevantes para hablar, escribir, comunicar… ¡Qué equivocados estamos!
El mero hecho de que cada mañana amanezca, luzca el sol, aparezcan nubes en el firmamento ya es un motivo para pensar, escribir, agradecer a Quien todo nos lo otorga sin esperar nada…
Y es que, en realidad, lo cotidiano es lo que mayormente constituye nuestra vida.
No nos pasan a diario grandes cosas, pero si nos pasan muchas pequeñas cosas que deberían hacernos pensar.
Estos días vienen muy a menudo a mi mente y a mi corazón la imagen y la vida de mis hermanas ‘mayores’: mayores en edad, en experiencia, en vivencias; mayores en entrega, en generosidad, en desgaste; mayores en fidelidad…
Quizás sus vidas no guarden hechos extraordinarios, quizás no tengan grandes hazañas que contar, quizás su día a día es extraordinariamente ordinario… pero es eso, esa sencillez, esa cotidianeidad de vida, ese permanecer en el tiempo lo que me da que pensar y me hace valorar cada gesto, cada palabra, cada acto de amor. Actos que se manifiestan y expresan en la rutina cotidiana: levantarse cada mañana para rezar con la comunidad a pesar de sus achaques; colaborar en los quehaceres de la casa: arreglar la mesa, cuidar las plantas, regar el patio, atender la portería, coser el bajo de una falda; sentirse parte de un proyecto común: estar pendiente de quien viaja, de quien llega, preocuparse de cada una, rezar por todas…
Esa cotidianeidad que abarca la mayor parte de nuestra vida es la que nos va formando y con-formando. Vosotras, mis hermanas mayores, me lo habéis enseñado.
Y, sí, decididamente, eso es lo que quiero vivir y transmitir a quienes vienen tras de mí: el valor de lo cotidiano hecho con amor y por amor. O como diría nuestra Madre Juana María, y que tan bien han entendido tantas hermanas a lo largo de la historia de nuestra congregación: ‘hacer lo ordinario de forma extraordinaria’…