Velad

¡Velad! es la invitación apremiante que nos hace hoy Jesús. ¡Velad! es también una palabra que define al Adviento.
Y velad es un imperativo actual para preservar la salud.
Sí. Parece que el permanecer en vela, alertas, de alguna manera esté hoy de moda. Pero tal vez tendríamos que preguntarnos por qué velamos o por qué estamos alerta, qué vigilamos o de qué nos distanciamos… En fin, tal vez velamos porque tenemos miedo.
Sí. Quizás el miedo al Covid-19, a perder la salud física, nos esté llevando a deshumanizar las relaciones, a romper los lazos de cercanía, amistad, acogida, escucha, diálogo… con quienes a diario nos relacionamos.
Quizás preservar la salud se esté convirtiendo en el centro de nuestra vida cotidiana y restando espacios a esos momentos mágicos de encuentro con el Otro y con los otros, a esos momentos que realmente nos dan ‘salud’ porque nos conectan con nuestro centro más recóndito y nos hacen vibrar de verdad por algo o Alguien importante para nosotros.
Quizás la invitación de Jesús en este adviento sea velar por no perder el horizonte de nuestra existencia, velar por ‘cuidar’ a los otros a través de unas relaciones más ‘cercanas’ (sin saltarnos las normas sanitarias), velar por descubrir en las estrellas que alumbran la noche la Estrella que nos llevará hasta El…
¡Feliz Adviento! Sigue velando por mí, como yo velo por ti…

Perseverar en fidelidad

Acabamos de celebrar la Eucaristía de renovación de votos, como tradicionalmente hacemos cada año todas las hermanas el 8 de septiembre, y salgo de ella con una gran sensación de plenitud al experimentar, una vez más, la fidelidad de Dios con cada una de nosotras.
Si de algo estoy plenamente segura es de que sólo la fidelidad de Dios, su fe en mí, su amor incondicional y perseverante, a pesar de mis debilidades, es la que posibilita mi entrega, mi perseverancia, mi fidelidad.
Sólo cuando nos sentimos amadas en plenitud podemos dar y darnos; y el amor pleno procede de Dios y a El debe tornar. Y retorna cuando se hace entrega generosa, pan partido y compartido, mano extendida, abrazo consolador, palabra cordial, silencio cercano, vida desmigada…
A cultivar esas actitudes nos enseñan María, la Mujer fiel que vivió con radicalidad su opción (Hágase en mí), y la Madre Juana María, mujer que perseveró en el empeño de dar vida a la intuición de su corazón, al soplo del Espíritu, dejando a Dios cincelar su corazón.
Hoy he renovado mis votos con la certeza de que sólo desde la perseverancia en la fidelidad mi vida es aquello para lo que ha sido llamada y a lo cual he optado desde la libertad: Esclava de María Inmaculada.

Descendiendo

Casi desde los inicios del confinamiento, por proteger a nuestras Hermanas mayores, en mi comunidad rezamos en el coro de la Capilla, lo cual supone un cambio de perspectiva visual, que debería conducirnos a un cambio de perspectiva espiritual.
Estamos acostumbradas a fijar durante los tiempos de oración nuestra mirada en el Sagrario, un Sagrario que, en la mayoría de las capillas e iglesias, suele estar más o menos a la altura de nuestros ojos o algo más elevado; en ese caso nuestra oración se eleva, en el sentido más literal de la palabra, a Dios, a un Dios que desde lo ‘alto’, desde el cielo acoge nuestra plegaria y derrama sobre nosotros su bendición…
Orar mirando hacia bajo me conduce a dos reflexiones:
. la primera es el ‘abajamiento’ de Dios. Dios se hace uno con los más pequeños, frágiles y vulnerables, con los que no cuentan, con los que siempre están ‘abajo’, muchas veces porque no les damos la oportunidad de ‘subir’… Dios comparte su camino con ellos y desde ellos me tiende su mano suplicante avivando mi sosiego, despertando mi conciencia, sacudiendo mis entrañas.
. la segunda es que yo también debo ‘bajarme’ para poder hacer historia de salvación con quien camina por cañadas escarpadas, por valles quebrados, con andares extenuados y pasos vacilantes. Bajarme para ser uno con ellos y con el Dios que se ha fijado en mí y me quiere pan compartido, palabra callada, ternura y abrazo.
Desde el Sagrario mi mirada se desliza por la Capilla hasta detenerse en la arqueta con los restos de Juana María. ¡Qué bien entendiste, Madre, este mensaje! Tu no dudaste en ‘bajar’ de tu tartana y caminar paso tras paso con tus obreras, compartiendo su fatiga, alentando su ilusión, fortaleciendo su esperanza…
   ¡Dios de la historia, Madre Juana María, enseñadme a vivir descendiendo!
Y tú, ¿cómo quieres vivir? ¿Te animas a descender con nosotras, Esclavas de Maria?

 

Davant de la Mare de Deu

¿Qué le dirías hoy, Juana María, a la Mare de Deu dels Desamparats? Creo que, aunque no lo cuenten las Crónicas, irías a menudo ante la Geperudeta a confiarle tus sueños, presentarle tus inquietudes, ofrecerle tus proyectos y pedirle por tus obreras…
Tu devoción a María tuvo que forjarse, necesariamente, delante de la Mare de Deu. Si tu madre te ofreció a Ella cuando eras muy niña, seguro que a menudo te llevaría a la Basílica para orar, agradecer y acompañar a la Virgen. Ahí, ante la protectora de los desamparados, se iría forjando tu anhelo de ser su esclava e, imitándola a Ella, proteger tu a las obreras, a esas mujeres tan desamparadas y necesitadas de un gesto de ternura, una palabra de ánimo y un abrazo con misericordia.
Pienso que en tus idas y venidas del Asilo hacia el Obispado para intentar convencer al cardenal Monescillo, una de tus paradas sería, ¡seguro!, ante la Mare de Deu…
Hoy, me gustaría, si me lo permites, poner palabras a tu oración:
«Mare de Deu, Virgen, Reina y Madre de los Desamparados, vengo a los pies de tu altar a implorarte por las jóvenes obreras que vagan extenuadas por caminos peligrosos y a las cuales quiero ofrecer una casa, donde, además de tener seguridad, puedan aprender a conoceros y quereros a Ti y a tu Hijo, y encontrar la dignidad que a menudo les es arrebatada…
Ablanda el corazón del cardenal; muéstrale la necesidad de mis obreras, y dispón su voluntad para que apruebe nuestra obra. Una obra que será más tuya que mía, pues sin Ti, sin tu protección y amparo, nada puedo.
Mare de Deu, acéptame como tu ‘esclava’ y muéstrame el camino a seguir. Mueve el corazón de otras jóvenes para que se unan a nuestro proyecto que, intuyo, será necesario a lo largo de los años… pues se me parte el corazón al ver que no puedo hacer lo que quisiera en favor de las obreras si no tengo quien nos ayude.
Concédeme, Madre, desempeñar fielmente la misión encomendada para que pueda glorificaros a Ti y a tu Hijo eternamente. Amén»

Gratitud

Gratitud, ánimo, fatiga y alabanza son las cuatro palabras con las que el Papa Francisco nos interpela a la vida consagrada en esta Jornada Mundial de oración por las Vocaciones.
Palabras que hoy quiero llevar a mi vida y redescubrir cómo las estoy viviendo.
Cada día es una nueva oportunidad para agradecer a Dios el don de la vida, de la vocación, para vivir con gratitud su llamada a formar parte de esta pequeña/gran familia en la que puedo entregar y aportar lo que El generosamente ha puesto en mí para hacerme entrega oblativa. Llamada a vivir con ánimo, con entusiasmo, a realizar con alegría la misión encomendada al estilo de la Madre Juana María, acogiendo, acompañando y alentando el caminar de tantas mujeres que, a veces, van desorientadas y sin rumbo.
El compromiso adquirido con Dios a veces lleva intrínseca la fatiga, nos dice el Papa, debido a que tendemos a confiar más en nuestras fuerzas que a dejarnos llevar, conducir, guiar por El; abandonarme en los brazos de Dios y dejar que El meza con ternura mi vida es quizás lo más difícil y lo más necesario, pues sólo desde ese dejar que sea El en mí, sólo desde el Hágase, podré responder en plenitud a la vocación para la que El me ha elegido, hacer de mi vida un canto de alabanza y ser bálsamo que restañe las heridas de quienes comparten conmigo su vivir.
Seguir a Jesús para mí es adentrarme en una apasionante aventura en la que la alegría de vivir desde Dios empaña todas las incertidumbres; y en la que la brisa suave del Espíritu va colmando mi alma de gozo…
Y tú, ¿te decides a vivir esta aventura?

Al partir el pan

‘Lo habían reconocido al partir el pan’ son las palabras con las que concluye el Evangelio de hoy. Con un sencillo e insignificante gesto que tan acostumbrados estamos a ver hacer a nuestras madres…
Es el gesto de quien se preocupa por el otro, de quien vela porque a quienes están a su cuidado no les falte lo necesario: el pan, el alimento…
Así fue Jesús con sus discípulos, con sus amigos, con quienes le seguían (recordemos el Evangelio del viernes donde se nos narra la multiplicación de los panes y los peces), y así sigue siendo hoy con cada uno de nosotros.
En este tiempo de confinamiento, de reclusión, pienso en las personas que, debido a las circunstancias que se están dando, han perdido su trabajo, su fuente de ingresos, y con ello la posibilidad de llevar el pan a la mesa. Y me pregunto cuál es mi respuesta (como cristiana, como consagrada) ante las situaciones que contemplo, y en qué me reconocerán a mí…
No es fácil dar una respuesta, no.
Creo que, como a Jesús, deberían reconocerme al partir el pan: al compartir mi tiempo, al brindar una sonrisa, al tender una mano, al decir una palabra de aliento, al prestar mi hombro, al ofrecer comprensión, al escuchar su dolor, al invitar a la esperanza, al elevar una plegaria…  Ese es mi ‘pan’, lo que Dios ha puesto al alcance de mi mano para compartir-me, para partir-me, para repartir-me: estar sencillamente junto al que sufre, sentarme a la mesa con él y brindarle mi amistad.
¡Ojalá pueda enardecer el corazón de quienes comparten conmigo su caminar, como les pasó a los discípulos de Emaús y como les acaeció a las obreras a quienes acompañó, en sus idas y venidas por el camino de las Moreras, la Madre Juana María!
Y tú, ¿cómo quieres que te reconozcan?